Por una anti reforma educativa

folletoMientras trabajaba sobre una investigación acerca de la educación en Bolivia, llegó por casualidad a mis manos un folleto de hace 100 años sobre el mismo tema. Es el informe que el rector Rafael Canedo elaboró en 1914. Desde entonces mucho ha cambiado, pero poco ha mejorado.

Según el folleto, el sistema de enseñanza era supervisado a nivel departamental por el rector de la universidad autónoma. El sistema incluía 65 establecimientos fiscales, 172 municipales y 13 privados, haciendo un total de 250 en todo el departamento.

Eran mixtos 62 y la mayoría de los otros eran para varones, cuyo número más que duplicaba al de mujeres. El alumnado apenas alcanzaba a 15 mil estudiantes, y solamente 56 establecimientos tenían locales propios. Los demás funcionaban en casas alquiladas. Los estudios superiores estaban limitados, ese año, a Derecho como “instrucción libre” y a un Instituto de Agronomía y Veterinaria con 57 alumnos. En los listados de profesores se encuentra a Ricardo Soruco y Fidel Anze enseñando en Derecho y a Adela Zamudio dirigiendo el colegio fiscal de niñas. El Sucre era dirigido por Ricardo Bustamante y entre sus profesores estaban Natalio Fernández, José Antonio Quiroga y Avelino Nogales, mientras que el Bolívar lo dirigía Victor Rojas y tenía en su plantel docente a David Alvéstegui, José Macedonio Urquidi y Teófilo Vargas. El conflicto mayor que enfrentó Canedo ese año, según su informe, fue la relación con un nuevo establecimiento que estaba tratando de renovar los contenidos y métodos y se resistía a la supervisión que trataba de ejercer su autoridad. Era el Instituto Americano, que trataba de introducir técnicas comerciales y más inglés. El informe menciona, además, que su principal problema era presupuestario y encarecía al señor Ministro considerar las crecientes necesidades de una instrucción “racional e inteligente”.

Han transcurrido 100 años desde entonces y la cobertura escolar se ha hecho casi universal. La universidad ha sido confinada en su autonomía y apenas tiene contacto con el resto del sistema educativo, que ha pasado a control directo del Ministerio de Educación. Aunque las municipalidades han readquirido responsabilidades de dotar infraestructura y los sueldos se pagan por medio de las gobernaciones, el sistema es fuertemente centralizado. La convicción de que la educación es cada vez más importante y de que no responde a los crecientes desafíos del desarrollo, ha alentado la realización de varios intentos de reforma. La sensación de urgencia impuso planes radicales y concentración de la autoridad para implementarlos. Sin embargo, todos han fracasado dejando como herencia el centralismo. Desde el sistema político se buscó concentrar el poder para llevar a cabo la reforma, y desde el magisterio también, concentrando el poder para preservar los derechos del gremio.

Este es, posiblemente, el mayor problema que hoy enfrenta el sistema educativo, pues las posibilidades de innovación pedagógica, diversificación de modelos de enseñanza, multiplicación y competencia de propuestas se ven restringidas cada día más por normas, regulaciones y requisitos que, tratando de evitar desigualdades, están logrando uniformarlo todo. Y esto es justamente lo opuesto de lo que se necesita para convertir a la educación en una fuerza de desarrollo.

Tal vez sea hora de pensar en una anti reforma de la educación. Esta consistiría en abrir las compuertas de la innovación en el sistema educativo, alentando a los establecimientos, a los maestros y a los padres de familia a buscar los modelos y contenidos que consideren más adecuados para que sus hijos se incorporen al mundo con las capacidades adecuadas para ello. La labor del estado, en este caso, debería limitarse a plantear los estándares mínimos que se deben cumplir, y a difundir los resultados de evaluaciones independientes sobre la calidad de la enseñanza a partir de los resultados que vayan obteniendo. De ese modo podríamos tener escuelas técnicas, humanísticas o artísticas, con énfasis teóricos o con énfasis prácticos, de 10 o de 12 años de escolaridad, en idiomas nativos o internacionales, pero todos sometidos a mecanismos de evaluación de sus docentes y de sus alumnos, cuyos resultados serían diseminados y estarían disponibles para cualquiera. Los que alcancen calificaciones más altas y conciten la mayor demanda de los padres podrían acceder a asignaciones presupuestarias adicionales. Así, los mejores serían premiados y emulados y el sistema, abierto a la experimentación, reduciría los costos del error a unos pocos establecimientos.

Por supuesto, para que un sistema de este tipo funcione debería también mejorarse la remuneración de los docentes y promoverse una mayor competencia entre ellos, de manera que se sientan estimulados a una actualización continua de sus conocimientos. Y el modelo de formación “normal”, tan apropiado a principios del siglo 20, debería ceder paso a la incorporación de cualquier profesional o practicante que las escuelas consideren adecuados a sus propósitos específicos. Ellos serían también evaluados por sus resultados.

Los resultados son, al final, lo que verdaderamente importa en la educación. La creación de modelos universales que tengan validez para todos, por mucho que haya estado a cargo de técnicos brillantes, no ha funcionado en los últimos 100 años y no lo hará en los siguientes. El desarrollo requiere de diversas capacidades y muchas de ellas no las podemos prever y menos con 12 años de anticipación. Por eso deberíamos apostar a una anti reforma que abra las puertas de la libertad en el sistema educativo.

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