¿Qué lleva al gobierno a buscar, en el 2008, la huella del 52?
La idea de distribuir la tierra como condición necesaria para la democracia y el desarrollo, aunque fue importante en 1952, ya era obsoleta. Esta idea nació con la democracia y con la noción de progreso, cuando la tierra era un medio para que cada persona tuviera una base económica para ejercer los derechos políticos que conquistaba como ciudadano.
Cuando la reforma agraria llegó a Bolivia, eliminando el latifundio improductivo pero también algunas eficientes empresas agropecuarias, ya era tarde. Las tierras se distribuyeron masivamente, pero su relevancia económica ya había pasado. Apenas dieron un magro sustento económico a los nuevos ciudadanos. La siguiente generación volvió a caer en la pobreza, sin poder integrarse ni a la democracia ni al mercado.
Hoy, a más de cincuenta años de la reforma agraria, el grupo social más pobre es el de los pequeños propietarios rurales, los campesinos.
De acuerdo a la encuesta de hogares del INE, un agricultor que trabaja por su cuenta obtiene un ingreso laboral inferior a los 400 bolivianos mensuales, que es apenas poco más de la mitad del que logra un agricultor asalariado (probablemente sin tierras), que consigue más de 600 en promedio y, por supuesto, muy inferior al que obtiene cualquier trabajador urbano, cuyo ingreso laboral está por los 1400.
Así se comprende por qué la población del campo migra a las ciudades.
Lo que resulta difícil de comprender es que luego de comprobar que la reforma agraria no logró lo que entonces se proponía, se insista hoy en repetirla. Si los agricultores con tierra son los más pobres del país, ¿mejorará su situación con una nueva distribución de tierras? Y si por ésta retornan a las comunidades los asalariados agrícolas, ¿no empeorará más bien su situación?
Quienes abogan por una nueva reforma agraria afirman que los ingresos campesinos son bajos precisamente porque la tierra es insuficiente, que se ha parcelado en exceso y carece de riego. Pero esto no es del todo cierto.
Una reciente investigación del INAN y del PMA encontró que la situación nutricional tiene más relación con la vinculación al mercado que con la extensión de tierra de que disponen las familias rurales.
La colonización también demostró que la extensión de tierra no es importante. Al principio las dotaciones eran de hasta 500 hectáreas por familia, pero con el tiempo fueron decreciendo en tamaño, hasta situarse debajo de las diez hectáreas en los últimos años. Y esto porque cada familia no alcanza a cultivar más de cuatro hectáreas en promedio.
Siempre podrá argumentarse que todo será distinto cuando la nueva distribución sea acompañada de créditos, apoyo tecnológico, maquinaria, etc. Lo mismo se decía en los años 50, 60 y 70, sin que tales deseos puedan llevarse a la práctica.
Los datos y las experiencias mencionadas sugieren que el país está persiguiendo nuevamente una ilusión que no solamente es anacrónica, sino arcaica y probablemente estéril.
Nada justifica la acumulación improductiva de tierras ni la adquisición fraudulenta que algunos ciudadanos pudieron haber logrado en el pasado. Tampoco puede ignorarse que es necesario ordenar la propiedad de manera que estimule su utilización productiva y contribuya al bienestar general.
Pero para resolver un problema no es necesario crear otros, y mucho menos transferirlos a quienes hoy se ilusionan con salir de la pobreza cultivando la tierra al modo tradicional. No es justo para con ellos.
Y no pueden ignorarse dos hechos: la agricultura ya no es la principal fuente de riqueza, como lo era en el siglo XVII, y la tierra no es la riqueza más abundante de Bolivia.
La exclusión, que condena a la pre-ciudadanía a una gran parte de los bolivianos, es inaceptable y debe ser superada. Pero eso no se conseguirá distribuyendo un recurso que ya no es relevante y menos reconstruyendo tecnologías que no son eficientes. Lo que hoy necesitamos es asumir el desafío de reconocer que estamos en el siglo XXI, que vivimos otro tiempo, y que, en éste, tenemos otra riqueza que es abundante y, al mismo tiempo, relevante para la economía actual: el gas natural. Ese es el recurso que, convertido en dinero, podría dar a todos los bolivianos la base económica mínima necesaria para ser ciudadanos y tener la capacidad de ser productores de democracia y desarrollo.